En compañía del mar
Es de noche en la playa y los recuerdos se tiñen con la misma oscuridad del cielo. Las estrellas alumbran los instantes en los que la niña vuelve a ser feliz, esos en los que ella pensaba sólo en vivir.
Quiere quedarse allí, pero la realidad no lo permite. Y la noche se convierte en su cómplice. Y el sonido de las olas la adormece, aunque no distingue entre el mar y el cielo. Todo es negro, y ella tiene miedo.
No sabe si quedarse o salir corriendo, porque el fresco de la brisa y la soledad la tranquilizan, pero el magnetismo que esconde la luna la hace temer.
La niña ya es toda una mujer, pero sigue conservando la inocencia y esa magia que atraía por doquier.
Y mientras piensa si se queda o se va, prueba a sumergirse en la arena, para taparse del frio y contemplar las estrellas.
Allí viaja al pasado y ríe al saber lo feliz que fue, ¡cuánto añora esos tiempos!, cuando el amor no había tocado a su puerta y la maldad no aparecía en su diccionario. Cuando todos parecían amigos y el tiempo estaba detenido.
Pero no, los años han pasado y ella es mucho más audaz y menos confiada. Más despegada, quizás, a lo mejor aún sigue en el intento porque la niña se aferra. Acumula amigos, años, tristezas, sonrisas, instantes, logros y miedos.
En aquella tibia arena, con los vientos de libertad que sólo regala el mar y con esa inmensidad infinita que atrae y ahuyenta, la niña se encuentra a sí misma y siente paz.
Piensa que entre tantas vidas, tantos sueños, tantos años y recuerdos ella es un ser de luz, alguien especial que por donde pasa deja una estela. De tranquilidad e inmensas ganas por volar.
La luna parece escuchar sus pensamientos y con su increíble hermosura y quietud le dibuja una sonrisa que acapara todo el cielo, y la niña la contempla con los ojos bien abiertos, a pesar de que el sueño se apodera de su cuerpo.
Y la noche transcurre, apacible y serena, regalándole a la niña compañía indiscreta.
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